Adiós cigüeña. Hola gaviota

Adiós, cigüeña adíos, película en su día polémica, es hoy, cosas de la vida, del todo políticamente incorrecta. Summers se adelantó a su tiempo. Mientras que en su día no hubo inconveniente para que se proyectara  –¡ay la tan denostada «dictadura»!–, hoy está prohibida. Y es que entonces pudo escandalizar algún ligero matiz sexual, pero hoy no se perdona que se enaltezca la vida.

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Mientras el senado argentino sacaba de sus entrañas la esencia de la Hispanidad que le legaron nuestros “dioses extremeños”, y que se ha evaporado en España, TVE, sin quererlo, obviamente, rescató de sus propias tripas (tan llenas de colesterol moderno que no dejan ver cuarenta años de buenas cosas) una película que es todo un canto a la vida.

Fue parida en 1971, causando entonces, cosas del tiempo, un cierto escándalo. Dos adolescentes, dos críos de catorce años, se encuentran con que ella se ha quedado embarazada. Ya sé que eso de “se ha quedado” suena a excusa de las gordas, pero es que la película de Summers de la que hablo no deja ni un solo minuto de hacernos ver, que en el fondo, los dos críos, apenas se hacen una idea de cómo ha sido.

En una sociedad en la que los niños de ese “logro social y democrático” de la ¿educación? infantil saben más de sexo de lo que sus bisabuelos jamás podrían imaginar que fuera realizable, resulta inverosímil tal situación, pero si somos capaces de trasladarnos a 1971, cuando la calle hacia al hombre y el hombre hacia la calle (la mujer, no…), no resulta tan chocante.

Así que la jovencísima pareja no sabe nada de la vida, pero realmente, paradoja de la España tardofranquista, lo sabe todo. No han recibido educación sexual ni en el Colegio, ni en casa; ni falta que hacen esas exógenas incursiones en la curiosidad de un niño hasta volverla insana. Y si en esa lejana década de los setenta, Summers peca de corrección política al citar a San Agustín al inicio del largometraje (“si lo que escribo sobre la generación de los hombres escandaliza a las personas impuras, que se acusen ellas de su impureza y no de mis palabras”), no deja de ser razonable la propuesta.  Las vidas infantiles de entonces transcurren sin estridencias, con pelis imposibles de dos rombos, y padres que no son sus amigos. Rodeados de monjas y curas más preocupados de organizar funciones religiosas en Navidad y de que los ojos de sus sotanas vigilen aún de espaldas una clase que asiste muda (pero no silenciosa) a las explicaciones del profesor ultrarespetado, ultratemido, ultramontano… El clero no estaba, como ahora, para las cosas del Mundo. De hecho, una de las escenas más gloriosas de la película ocurre cuando el cura, demasiado preocupado en rezar el Rosario, ni se entera de que la pandilla que pronto ayuda a la pareja en la ¡oh, sorpresa!, feliz ocasión (ahora la calificaríamos de “marronazo”), se lleva una enorme bola del mundo de su clase para usar uno de sus hemisferios como cuna. El cura, quizás alertado en ese instante por la Providencia, termina las letanías y anuncia a la congregación que a continuación rezaran por “ese Mundo, que no sabe a donde va”.

Y es ante ese mundo que ya no entiende la trascendencia, donde las criaturas no sienten el error, quizás de forma un tanto ñoña, sin tener más opción que buscarse la vida. Se autoconciencian de que lo más importante es la vida que precisamente se está gestando en la muchacha, siendo capaces de alimentarla adecuadamente, de cuidarla, de organizar un paritorio lleno de estampitas protectoras, de comprarle ropa correcta (“rosa, no, que si es niño, le haremos maricón”, dice uno), y finalmente de hacer nacer al crío. Ni un instante de duda, ni un asomo de medidas “alternativas”, ni amniocentesis, ni un segundo de postración: toda la espontaneidad, el optimismo, la voluntad de una infancia que no es sino un remedo, o un reflejo, quizás, de las generaciones que sacaron a España de la crisis secular culminada en el primer tercio del Siglo XX, o adentrándose aún más en el tiempo, de las que fueron capaces de evangelizar la mitad de ese mundo que quinientos años después, ya no sabía donde iba. Todo eso está apuntado en esa deliciosa obra de uno de nuestros directores de cine más olvidados.

Adiós, cigüeña, adiós, es como lo fuera veintiún años después el Ave Lucía de un Sergio Dalma que se atrevió a cantar contra el aborto para pasar a sufrir una postración de lustros, una forma alternativa de recordarnos cuanto nos hace vibrar el arte cuando expresa sentimientos tan nobles, aún siendo fruto del pecado. Cuando nos acerca al Creador de manera tan sencilla. Y ambas piezas acaban igual: la película, con los ojos de un niño mirando a su madre. La canción, con una frase tan simple como contundente:

“Nacerá de tu cuerpo nacerá, cuando pueda abrir los ojos te verá… Ante todo y sobretodo vivirá”.

 


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